Tras cruzar la peligrosa selva del Darién y Centroamérica, el camino de las caravanas provenientes de Venezuela se ve interrumpido ante el nuevo marco migratorio de Estados Unidos
“Preferiría cruzar la selva 10 veces antes que volver a tener que pasar por México”, dicen al unísono varios miembros de la familia Palmar Hernández. Son 24 personas -18 adultos y seis niños- que salieron de Caracas el 1 de septiembre huyendo de la falta de oportunidades y la persecución política por parte del Gobierno de Nicolás Maduro, explica Darío, de 25 años, elegido portavoz familiar. “Pasamos el Darién rápido. Panamá y Costa Rica también. Pero llevamos un mes aquí en México. Si no nos hubieran detenido en Arriaga (Chiapas), ya estaríamos en Estados Unidos. Ahora ya no sabemos si vamos a poder entrar”, se lamenta, pensando en el acuerdo entre el Gobierno estadounidense y el mexicano, anunciado el martes pasado y con efecto inmediato, que ha cerrado la puerta a cualquier venezolano que entre de manera irregular por la frontera Sur. A cambio, el gobierno estadounidense se comprometió a abrir su territorio a un cupo inicial de 24.000 venezolanos, siempre que lleguen en avión y previa solicitud.
Como consecuencia de la variedad de fuentes de información que manejan -mayoritariamente las redes sociales, algún medio de comunicación, prácticamente ningún ente oficial-, reina la incertidumbre entre migrantes, como los Palmar Hernández, acerca del nuevo destino que les depara cuando atraviesen la frontera de Estados Unidos, si lo consiguen. Muchos continúan el camino hacia “arriba”, hacia el Norte, a pesar de las dudas; otros están a la espera. No obstante, hay dos cosas en común todos: no tienen voluntad -o capacidad, pues han invertido todo lo que tienen y más para hacer el viaje- de dar marcha atrás y tampoco confían en las autoridades migratorias mexicanas, por el maltrato constante que aseguran haber recibido, así como las extorsiones recurrentes.
En Chiapas, Estado mexicano fronterizo con Guatemala, una caravana de venezolanos avanzaba por una autopista con la misma obstinada esperanza de llegar a Estados Unidos. Soportando el sol y custodiado por un patrullero de la Guardia Nacional, Sandy Araujo, de 22 años, dijo a AFP que la medida debió informarse con anticipación a migrantes como él, que llevan semanas de penoso camino. “Es injusto porque ya muchos venimos cansados, agotados, buscando pasar, entonces nos dan esta noticia y en verdad que es bastante duro (…) Pero seguimos para adelante”, subrayó, dejando claro, al igual que tantos de sus compatriotas, que sigue considerando que su paso por México será transitorio.
Aunque el número exacto es imposible de saber, precisamente por el estatus irregular de la mayoría, hay miles de personas provenientes de Venezuela atascadas en México. Basándose en el flujo que se ha registrado recientemente en etapas anteriores de la ruta o en los encuentros con la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, es posible hacerse una idea de la situación.
En agosto, 30.000 migrantes, 23.000 de ellos venezolanos, cruzaron el Tapón del Darién -la inhóspita selva que separa Colombia de Panamá-, y la tendencia al alza a lo largo del año apunta a que en septiembre el número habría sido mayor. Es lógico que muchos de ellos estén en territorio mexicano ahora. Asimismo, según los datos del Gobierno estadounidense, en agosto hubo 25.349 encuentros con migrantes venezolanos en la frontera sur, y ha habido un aumento paulatino mes a mes. Por lo tanto, a pesar de que es imposible calcular de manera certera el número de migrantes “en tránsito” por México en cualquier momento puntual, se puede hablar con confianza de “miles”.
Unos 250 de ellos estaban este viernes en la Terminal Central de Autobuses del Norte de la Ciudad de México, en la cual no había espacio sin un cuerpo recostado sobre el ventanal que sirve de fachada. Su ligero equipaje y caras de angustia delataban su condición de migrantes. Entre los cuerpos agotados y grupillos de niños jugando había recuerdos del Darién en la forma de piernas repletas de picaduras. Otra pista de su situación eran las conversaciones que esparcían rumores de un inminente comunicado de Joe Biden dirigido a ellos para decirles que se retrasaría la entrada en vigor del nuevo decreto para permitirles ingresar.
Entre todos, con las miradas perdidas, estaban Ruth, 33 años, y José Luis, 29, que prefieren no dar su apellido por temor a las autoridades migratorias. Emprendieron hace un mes el camino desde San Cristóbal, Táchira, con sus cuatro hijos -de dos, seis, 14 y 16 años- y llevan 15 días en México. “Nos agarró la migración y nos dijeron mentiras: que nos iban a dar un permiso para poder seguir viajando, por los niños. Pero en eso nos llevaron a un refugio, el Siglo XXI, si es que se puede llamar así, porque es un sitio inhumano, una cárcel prácticamente”, cuenta Ruth. “Tampoco nos dieron nunca el permiso y, en cambio, nos obligaron a firmar un oficio de salida en el que, según ellos, voluntariamente pedimos salir por la frontera con Guatemala. Pero nosotros vamos hacia el Norte, no nos interesa quedarnos en México”, completa, José Luis.
Diferentes versiones de estos testimonios se repiten en cada caso. Los escucha prácticamente todos los días July Rodríguez, inmigrante establecida en México que gestiona la fundación Apoyo a Migrantes Venezolanos, que asesora a los migrantes en asuntos legales de manera gratuita y personalizada. “Cuando llegan a Tapachula o a otro punto del sur, les dan una forma migratoria que supuestamente les permite siete días de estancia en el país, 11 días si tienen niños. Pero eso en realidad no es válido porque desde enero solicitan visa a los venezolanos en México, así que más adelante, si los detiene Migración, les rompen ese papel y los devuelven. Entonces les dan el oficio de salida, que los obliga a salir por la frontera sur”, explica Rodríguez, que este viernes estaba intentando que algunos migrantes se trasladaran a la Secretaría de Inclusión y Bienestar de la Ciudad de México, donde deberían recibir atención. Pero apenas un puñado de migrantes la acompañaron; la mayoría optó por quedarse en la estación, esperando.
Las razones de la espera varían. Algunos aguardan ese anuncio, prometido por una fuente desconocida, del presidente de los Estados Unidos; otros esperan recibir más dinero para comprar el siguiente pasaje de bus al norte. Otros, ante la mirada cada vez más atenta de policías uniformados, se apresuran para comprarlo y salir de su alcance, a pesar de los alrededor de 3.000 pesos que cuesta. “Le han subido, porque saben que estamos desesperados”, comentan algunos.
A lo largo del viaje, los migrantes han aprendido a no confiar en nadie, salvo en aquellos con los que han viajado hombro con hombro, pues a veces son familia y en otras ocasiones la experiencia les ha convertido en prácticamente lo mismo, aseguran. Pero en este momento se tienen que aferrar a algo, así que mantienen la esperanza de que por lo menos a ellos, los que ya están en el camino, les abran la puerta antes de cerrarla del todo. “Lo peor es que los que están en la selva ahora todavía no saben lo que les espera”, expresa un miembro del clan Palmar Hernández, reflejando el hastío generalizado.